- ¿Qué eres tú? - Preguntó, desde la seguridad de su altar. Era evidente que estaba asustado, y que trataba de algún modo de deslumbrarme con su túnica resplandeciente. No iba a darse por vencido.
Las palomas huyeron revoloteando cerca del techo. Eran blancas, casi tanto como la vestimenta del sacerdote. Lo supe sin verlas, sólo al escuchar sus agitadas plumas. En el pasillo central de la iglesia, iluminada por el ventanal y la puerta que acababa de abrir, mi sombra, alargada, era lo único oscuro que enturbiaba el sagrado lugar.
- ¿Qué eres tú? - Insistió. Todo estaba amortiguado, incluso su voz. La luz parecía difuminarlo todo, incluso los sonidos. Me costaba distinguir dónde estaba el límite real de los objetos.
No supe responder, pero sonreí al escuchar la puerta detrás de mi de nuevo. Un aleteo familiar y la urraca se posó en mi hombro. Traía muérdago en el pico.
Me marché. Aquel no era mi sitio.
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