La perrera

29 agosto 2010

Visitar una perrera me despierta un sentimiento muy raro. Quizá quien haya ido a un restaurante y haya elegido una langosta del acuario para que se la sirvieran, o quien ha elegido un hamster en una tienda de mascotas para alimentar a su serpiente entienda a qué me refiero; al fin y al cabo, es prácticamente la situación inversa.

Dado que es imposible decidir con el corazón, eliges con la cabeza; tamaño, sexo, edad, longitud del pelo. Solo puedes elegir uno así que ha de ser uno que puedas atender como es debido. Y entonces el operario le pone un collar con un número.

Ese número significa, en primer lugar, que recibirá atención médica. Que no será sacrificado si falta espacio. Que el que le haga daño tendrá que vérselas con un humano y una institución. Ese número implica una ficha, un nombre, una identidad. Implica que, a partir de ese momento, existe.

Ese número es como un pasaporte europeo o estadounidense. Mientras le ponían el collar marrón a mi perrita y rellenaban sus datos pensé que en realidad el mundo es como una gran perrera en la que nacemos, pero sólo unos pocos afortunados, existimos. Y mientras recuerdo a los cachorros que dejé allí pienso en pateras, guerras, esclavos.

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