En el asiento de al lado, no obstante, una procesión de gente había estado desfilando, sentándose y levantándose en las diferentes paradas. Quizá alguien notaría el intenso olor a cera, pero nadie oyó los cristales rotos ni el tic-tac del reloj. Y es que, pensó la Muerte, con móviles y aparatos de música en los oídos, las cosas ya no son lo que eran.
Sentada cerca de la ventana, tal y como le gustaba cuando iba en bus, observaba a los mortales en sus idas y venidas. En ese autobús había buenas personas; personas con ilusiones y con familias. Personas inocentes que iban a pagar la masacre de Palestina hecha por los gobiernos. Pero ella no estaba allí para juzgar; ella no decidía quién se iba y quien se quedaba. Miró el reloj, y sacó su lista. Todos los viajeros estaban en ella; no tardaría en llegar.
El muchacho se sentó con actitud inquieta pero firme al lado de la Muerte. Ella lo miró con curiosidad, y quizá con algo de admiración. ¿Cuánto tiempo habría pensado el muchacho en ello? La Muerte lo entendía, vaya si lo entendía. Había estado al lado de los niños en las escuelas, en los hospitales. En los que huían y se escondían, en los que luchaban inútilmente por defender a sus familias. Pero ella no juzgaba.
El chico acarició con cuidado los explosivos bajo su chaqueta, y murmuró
- Alabado sea Alá
No hay comentarios:
Publicar un comentario