La alegría y el dolor forman parte de una misma moneda. Normalmente no sabemos apreciar cuánto nos alegra algo si no tenemos una medida del sufrimiento que nos ha costado.
Sin embargo, huimos del dolor. ¿Por qué? Cualquier logro requiere un esfuerzo; lo que al principio del camino era un objetivo, se torna recompensa por el trabajo realizado cuando al final lo alcanzas. A más esfuerzo, mayor es la recompensa. Es curioso; vemos el objetivo, vemos el camino… y valoramos si nos merece la pena. ¿Cuánto somos capaces de sacrificar?
Aceptamos la felicidad, y está bien. Pero consideramos el dolor algo tan detestable que cualquier pequeña nube nos hace desdichados. Y los pequeños momentos felices nos resultan indiferentes. ¿Por qué? Es todo igual de nimio, solo que el dolor está peor visto. Más esfuerzo, mayores logros. Por todo hay que pagar; cuanto más anheles algo, mayor será el precio que requiera.
Y cuando lo alcanzamos, esa recompensa nos hace felices. Y nos envidian por ello. Incluso desean quitárnoslo; pero las cosas no funcionan así. Un alto premio requiere un gran sacrificio que nos haga dignos de ello. A veces creo que no es el objetivo en sí lo que nos hace felices, sino el hecho de haberlo conseguido.
Un ejemplo son las sonrisas. Me refiero a las sonrisas de verdad, las sinceras, que llegan al alma. Es algo a veces demasiado trivial como objetivo para el esfuerzo que supone. Sin embargo… son la mejor recompensa. Al menos para mi; me he visto haciendo auténticas locuras por ver sonreír a alguien de verdad.
El dolor es algo que hay que aceptar. Está en nuestra vida, forma parte de nosotros. No hay que esconderse, hay que abrazarlo. Purifica y nos hace ser más dignos de los momentos felices. ¿Duele? Calma. Que no te paralice. Siéntelo. Si duele, es porque merece la pena. No te rindas.
Nunca te rindas.
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