Manel (II)

10 septiembre 2008

Tardaba demasiado. Poco a poco, se resignó a que aquel día no la vería. Al fin y al cabo, ella no era como las demás; seguramente no necesitaba salir a trabajar bajo la lluvia. Ni siquiera habían cruzado una palabra, pero cada día él inventaba una pequeña parte de su historia que acababa por creer, haciéndola cada vez más encantadora, y a él, más indigno de sus atenciones. Sería ella, quizá, la hija de un maestro de piano, y cada día ponía esa bella margarita en un estrecho florero de cristal sobre el instrumento, para tocar después virtuosamente, antes de que llegaran los primeros alumnos de su padre. Nunca lo sabría pues Manel jamás podría abandonar su puesto y preguntárselo. Se conformaba con verla pasar frente a él cada día, comprar una margarita en el puesto de Joan, y tomar al pequeño Rubén de la mano para llevarle el cambio de la compra al mimo. Entonces él hacía su pequeño baile; Rubén sonreía y la mayoría de las veces, aun con tristeza, ella también.
Después, el mimo volvía a quedarse inmóvil el resto del día, repitiendo su baile a cambio de cada moneda.

Pero aquella fría mañana lluviosa ella no venía. Una sombra de preocupación cruzó su mente cuando Rosario, la chica madrileña del puesto de juguetes, dijo que la última vez que la vio parecía estar enferma. Desechó aquel pensamiento al instante. Si ella estuviera enferma, su padre mandaría llamar a un buen médico. Al fin y al cabo, era la hija de un consagrado profesor de piano.

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