- Refunfuña si quieres - le dije - Ya sé que siempre lo hago mal.
El oso se sacudió a mi lado, llenándome de agua. Al lado del río, insiste en hacerme creer que cogía algún salmón. Es su modo de decir que no aprueba mi modo de actuar.
La hierba sobre la que estoy sentada es fresca, verde y blanda. Hay restos de nieve que aún no se han derretido del todo. Pronto llegará el invierno.
Él agita una de sus zarpas en el agua, y ambos suspiramos a la vez. No sirve de nada meterle prisa. En cada uno de sus movimientos sus músculos se remarcan bajo la piel áspera de oso. Es un animal enorme, y merece cierto respeto.
De pronto se detiene. Por un instante, con la mirada perdida, parece estar pensando en algo. Se gira hacia mi pesadamente y se detiene clavándome sus ojos ocre, lo bastante cerca como para apreciar su olor salvaje.
- No lo haces todo lo bien que podrías, que es distinto.
Y desaparece.
Detrás de mi, en el bosque dorado, siento sonreír a la cierva. Ella lo sabía. Ella siempre lo sabe.
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