Sobrado de los Monjes

16 agosto 2008

Cuando llegamos a Sobrado, hacía muchos días que no dejaba de llover. Ese día el cielo nos había ofrecido una pequeña tregua: sólo un poco de llovizna. Una bendición si lo comparábamos con los días anteriores, en los que el chubasquero calaba y la humedad, de agua y sudor, le costó un resfriado a más de uno. Quizá era una especie de compensación por la penitencia de San Ignacio que Toni propuso (y los demás seguimos)

Es curioso, a penas recuerdo las jornadas, salvo pequeñas pinceladas o detalles concretos. Hoy, mirándolo a tiempo pasado, creo que la mayor parte del tiempo se me fue absorta en mis pensamientos. Supongo que nunca he hablado demasiado.

Pero sí recuerdo la llegada a Sobrado. Por algún motivo está almacenada en mi memoria con cierto cariño; en parte porque ya llevábamos más de la mitad del Camino hecho y empezábamos a ser auténticos amigos.

Estaba, como digo, el día cubierto cuando llegamos al monasterio de roca y musgo. Varios metros por delante se extendía un pequeño prado, y detrás del edificio, los árboles cerraban el paisaje. Recuerdo el verde vivo de la hierba húmeda, el cansancio y la admiración, pues el monasterio, aunque pequeño, era (y es aún) uno de los más bonitos de la zona. En la pequeña puerta, dos monjes benedictinos blancos (que recuerdo muy blancos, no sé si por la comparación entre ellos y nosotros, llenos de barro) nos esperaban sonriendo.

Unos sandwiches, unas tiendas de campaña y unas campanadas a laudes a las 6:00 am. Y alguna que otra trastada. Recuerdo muchas risas y cantar Fraggle Rock...

...jo, como nos lo pasábamos.

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