Hoy me he puesto a ordenar mi armario, y han aparecido un montón de cosas (no siempre he sido yo la que ordenaba el armario). Entre ellas, mi juego de té árabe, mis témperas y la bolsa en la que guardaba las cartas.
Las he tirado prácticamente todas. Las cartas, quiero decir. La mayoría de los remitentes ya no significaban nada para mi, dejaron (y dejamos) de escribir hace mucho y me han resultado completos desconocidos. ¿Alguna vez dejaron de serlo? Creo que muchas de ellas sólo las escribíamos por divertirnos, por la ilusión de recibir una carta. En los contenidos no he encontrado más que comentarios insustanciales, como supongo que serían las cartas que envié yo.
También he encontrado algunas de personas que sí significaron mucho para mi, pero que salieron de mi vida (algunos no hace tanto) para nunca más volver.
¿Por qué conservar esas cartas? No son las cartas lo que echaré de menos en el futuro, sino a las personas. Y entonces recordaré como salieron de mi vida, y me invadirá la rabia. O la indiferencia. No, no necesito esas cartas para recordármelo. Las heridas dejaron cicatrices, y con ellas, es suficiente para recordar la historia de las batallas.
Una cosa sí voy a guardarme, y es una frase que he leído en una carta de uno de mis (ya no) amigos, aunque no sé si es o no suya: La cordura no es más que un estado de locura consensuada. Su carta sí la he leído, con atención al menos, y sus disertaciones sobre la demencia me han hecho reflexionar, más aún con lo que ahora me rodea. Quizá otro día escriba otra entrada al respecto.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario