Creo que los sueños están hechos de alabastro.
El alabastro es un mineral muy blando, un poco translúcido, que se usa mucho en escultura. En alabastro he visto auténticas maravillas. Y es que puede pulirse hasta dejarlo casi transparente y tallarse con una precisión asombrosa. No es que sea más sencillo, es que es más versátil. El límite lo pone la imaginación del escultor; y cuando lo atraviesa la luz, es hermoso como el hielo y vivo como la piel.
Cuando subes a la mezquita de alabastro te sientes decepcionado. Como casi todos los monumentos del mundo, está sucia y deslucida. Nada del latir propio del alabastro, nada de grandeza. Sobre el Cairo flota una nube rojiza de polución y polvo del desierto, y a lo lejos no se ve el complejo de Giza. Sin embargo, sabes que los tres gigantes están ahí, mirándote a su misma altura con la soberbia que sólo dan los siglos.
Es temprano y hace frío; y en la entrada para turistas te piden que te descalces y te cubras antes de entrar. Hay quien protesta.
Dentro no es mucho mejor. La alfombra está gastada, hay poca luz y no puedes moverte libremente para dejarte impresionar por tallas y grabados. Nuestro guía nos pide que nos sentemos en el suelo. En corro, alrededor de él. Esta vez no va a contar historias: quiere hablar con nosotros.
Y sentada en el suelo, casi ajena a su voz, lo comprendí todo. Las luces como candelabros penden del techo y una leve corriente los mece. Las sombras son tenues, juguetonas y anaranjadas. Las paredes quedan lejos, las ventanas quedan lejos, la alfombra no tiene nada que ofrecer. La mezquita es un lugar de culto y oración. No está hecha para impresionar a los no-creyentes, ni para perderse en la belleza, sino para buscarse uno mismo. Tan pobre, tan rica. No podía ser de otro modo: todo es así en Egipto.
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