La Mezquita de Alabastro (Egipto)

15 enero 2009

Creo que los sueños están hechos de alabastro.
El alabastro es un mineral muy blando, un poco translúcido, que se usa mucho en escultura. En alabastro he visto auténticas maravillas. Y es que puede pulirse hasta dejarlo casi transparente y tallarse con una precisión asombrosa. No es que sea más sencillo, es que es más versátil. El límite lo pone la imaginación del escultor; y cuando lo atraviesa la luz, es hermoso como el hielo y vivo como la piel.

Cuando subes a la mezquita de alabastro te sientes decepcionado. Como casi todos los monumentos del mundo, está sucia y deslucida. Nada del latir propio del alabastro, nada de grandeza. Sobre el Cairo flota una nube rojiza de polución y polvo del desierto, y a lo lejos no se ve el complejo de Giza. Sin embargo, sabes que los tres gigantes están ahí, mirándote a su misma altura con la soberbia que sólo dan los siglos.
Es temprano y hace frío; y en la entrada para turistas te piden que te descalces y te cubras antes de entrar. Hay quien protesta.
Dentro no es mucho mejor. La alfombra está gastada, hay poca luz y no puedes moverte libremente para dejarte impresionar por tallas y grabados. Nuestro guía nos pide que nos sentemos en el suelo. En corro, alrededor de él. Esta vez no va a contar historias: quiere hablar con nosotros.

Y sentada en el suelo, casi ajena a su voz, lo comprendí todo. Las luces como candelabros penden del techo y una leve corriente los mece. Las sombras son tenues, juguetonas y anaranjadas. Las paredes quedan lejos, las ventanas quedan lejos, la alfombra no tiene nada que ofrecer. La mezquita es un lugar de culto y oración. No está hecha para impresionar a los no-creyentes, ni para perderse en la belleza, sino para buscarse uno mismo. Tan pobre, tan rica. No podía ser de otro modo: todo es así en Egipto.

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