- ¡MAMÁ! - Gritó Ana - mamá, mamá, para. Para, por favor.
Ana había envejecido en un par de meses más que en los últimos años. Había dejado su trabajo, dado que no podía hacerse cargo de todo. Sin embargo, no se detenía a descansar ni un segundo, y eso que Irene, que aún era una niña, la ayudaba en lo que podía.
Claudina había empeorado. Con la comida en el fuego, Ana intentaba que su madre dejara de cortar en trozos una manta
- ¿Mamá? Se ha confundido. Mi hija es un bebé aún. Déjeme, - respondió, con un empujón - tengo que acabar esto.
Ana contuvo las lágrimas. Era la enfermedad, sí. Su madre, la que era su madre, la quería. Pero no la había reconocido.
- Se quema la comida - dijo Irene, tirando de la manga a Ana - Mamá, la comida
Ana dejó a su madre con las tijeras y fue a la cocina. Apagó el fuego, y se sentó en el suelo, detrás de la puerta. Sabía que no aguantaría mucho así. No eran de manta los trozos que su madre estaba haciendo... eran los de su familia.
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