Toda madre reconoce el llanto de una criatura cuando lo oye.
Claudina, que aún notaba los lazos del árbol, se sentó en la cama. Sin duda, era el bebé lo que la había despertado. En parte estaba agradecida. Levantándose, con pasos cortos, se dirigió a la habitación del niño.
Claudina ya no era joven. Sus sienes estaban teñidas de plata y su rostro estaba labrado por los años. En la noche, sus cacetines a penas se oían en las moqueta del pasillo. Tenía frío sólo con el camisón, pero sólo sería un momento.
Despacio, empujó la puerta de la habitación del bebé, se acercó a la cuna y la meció con dulzura.
- Tampoco tú puedes dormir, eh? - susurró con una sonrisa
Suavemente entonó una canción de cuna. La única que conocía, con la que había dormido a sus hijos tiempo atrás. El bebé, que con su llanto la había sacado de la pesadilla, permaneció en silencio.
Cuando Claudina acabó la melodía, volvió la cama.
Mientras, en la calle, la lluvia golpeaba los cristales.
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